LECTURAS
La estación el terror
Fragmento de Diario de un
clandestino
por Miguel Bonasso
(Buenos Aires, 1976) De los mejores relatos acerca de lo que fueron
las calles porteñas en los años de dictadura. En este caso, agravado: el protagonista es
un militante con miles de razones para escabullirse, en el barrio de San Critóbal,
escenario ideal para una escena como ésta.
El terror desciende con el techo de
tu propia casa. Te acompaña en todas tus salidas a la calle, Por la noche, de regreso en
la guarida, ves una película sobre la resistencia francesa y lo que antes te parecía una
hazaña hoy te resulta trivial. Te has pasado el día burlando controles, razzias y
"pinzas", compartiendo el territorio con ellos: los horribles.
Ayer en la tarde, conversaste
en voz baja con un compañero, sobre lo que está
pasando en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Pese al silencio total de los
medios, pese al hermetismo impuesto por los milicos, hay filtraciones, vahos que se
escapan por las grietas de la gran casa de los muertos. Se dice que logró evadirse una
chiquita de quince o diecis años. La dejaron por muerta en un galpón junto a otros
cadáveres que estaban por ser cremados en el horno de la Escuela. Aparentemente trepó
sobre los cuerpos, alcanzó un ventanuco, se
escurrió por ahí y se arrojó al piso. Nadie la vio y avanzó hasta una alambrada, que logró saltar, luego corrió campo traviesa,
saltó otra alambrada y se perdió en la tiniebla. Evocaban la escena oculta mientras
caminaban por la calle Córdoba pasando Pueyrredón entre bares, pizzerías, inmobiliarias
y un kiosco de diarios; el barrio viviendo a pleno con las luces de la noche, mientras la
voz del compañero te recreaba los pies desnudos, en la sombra azulada, trepando sobre la
pila de muertos. ¿Verdad, mentira? Acaso nunca lo sepamos.
Dicen que en la ESMA cortan
los miembros con una sierra eléctrica. Que allí fue despellejado el "Nono"
Lizaso en presencia de su familia. Jorge cayó frente al café los Angelitos en avenida Rivadavia. Así lo contó a
la Orga Diego Guelar, un compañero que tenía una cita con él y vio como se lo llevaban,
herido y gritando que era un secuestro.
Todos los días te enterás de
una caída. Alguien te dijo ayer: "Secuestraron a Jarito Walker en un cine. Tenía
una cita en un cine de barrio, entró la patota y se lo Ilevó de los pelos". Jarito: su entusiasmo
ante una "nota bárbara". Jarito en la Orga. No sabés cuando te va a tocar.
Cuando vas a caer vos en la cita envenenada. Tengo miedo por Silvia, por los chicos.
Sabés que tenés que matarte cuando te agarren para que no puedan chantajearte con tu
mujer o tus hijos. Que ese es el punto vulnerable de esta guerra sucia. La ventaja que
tienen ellos sobre vos. Su absoluta falta de límites para vencer. Su definitiva renuncia
a la condición humana.
Compartís el territorio con los
horribles. Los ves todos los días. Pasan en los Falcon verdes o celestes, medio cuerpo
emergiendo de la ventanilla, la Itaca enarbolada contra cualquiera, desde la impunidad
absoluta. Tienen caras siniestras, de autentiicos degenerados. Donde no cuesta descubrir
los rasgos del asesino, el violador, el tipo que se va a meter una noche en la tibieza de
tu intimidad, para arrancar de la cama a tu mujer en camisón para meterle una 45 en la
cabeza a tu nena. Este es el Estado, querido, la alimaña que se esconde detrás de los
faldones de la Patria. La fiera que acecha en el seno del poder. Con ellos compartís el
territorio. Hasta que todo se acabe en un minuto.
Subís al colectivo cerca de tu
casa. Hace frío y viene bien que haga frío porque el sobretodo te permite disimular los
dos fierros: el tuyo y el que le llevás a un compañero. Estás por pagar el boleto
cuando ves, a través del gran parabrisas, que hay una "pinza" del Ejército a
dos cuadras. La cabeza funciona a mil por hora. Le hacés una pregunta estúpida al
colectivero y le pedís que te abra para bajarte. Balbuceás que te equivocaste de
colectivo. El chofer sabe que estás mintiendo. Te mira y ve la muerte en tus ojos. No
dice nada pero se caga en la disciplina de las paradas y te abre la puerta, para que te
descuelgues con el coche todavía en movimiento. Le murmurás "gracias" antes de
saltar y sabe que no es una forma de cortesía. Llegás a la cita y olés que está
cantada. No hay nada en el barrio sur que te lo diga. Los mismos balcones, los mismos
balaustres. Las mismas tiendas bostezando al sol de la tarde que comienza. Pero hay algún
elemento indefinible en el paisaje urbano que te alerta. De pronto lo descubrís es un
Chevy negro con cuatro tipos que aguarda estacionado sobre Solís en la entrada de las
cuatro cuadras que demarcan el territorio de la cita. Raudamente guardás en un bolsillo
interno el "buscapolo" que tenías a la vista como contraseña Pero no te
detenés abruptamente porque eso sería alertarlos. Seguís caminando hasta la esquina,
luego cruzás en diagonal y te vas por Solís de contramano. Sin darte vuelta, con el
rabillo del ojo ves que el Chevy sigue parado en la puerta de la trampa. Aparentemente no
te miran porque no entraste en la zona demarcada. Das la vuelta hacia Entre Ríos y te
trepás al primer colectivo que baja hacia el centro. Te creías a salvo; estás
totalmente equivocado. Al llegar a San Juan te arrojás literalmente dentro de la boca del
subte, para hacer "antiseguimiento". Un golpe de adrenalina te eriza la piel:
hay un soldado de fajina, con un FAL en la mano que monta guardia en el rellano. Y vos
bajaste ya tres escalones. No tenés retorno. Si te das vuelta el tipo dará la alarma o
te meterá un tiro por la espalda. Mientras lo pensás aparece un oficial. Por suerte
estás "limpio". Ni armas, ni papeles. Tampoco documentos falsos, sino una
cédula con tu nombre verdadero. El oficial te mira. Bajás como si nada y le preguntás
como un ciudadano decente que no teme al Ejército: " Disculpe, este es el subte que
va a Boedo?". El tipo contesta maquinalmente que sí por suerte es un queso de bola y
le ganaste psicologicamente la primera jugada. De pronto reacciona y te dice bruscamente:
"¡Documentos!". Le extendés con terror la maldita cédula donde
desgraciadamente dice la verdad, rezando para que ese salame no se acuerde de tu nombre
maldito. El boludo la examina atentamente para comprobar que no es falsa. Falsa, je, je,
ojalá fuera falsa. Entonces le ganás la segunda vuelta. "Puedo entrar?",
preguntas con naturalidad y el salame asiente. Perdió un round, pero vos no sabés lo que
te espera. Entrás al infierno del Dante y lo que ves a tu derecha termina de helarte la
sangre: tipos de civil (que deben ser de Coordinación Federal) tienen a varios pasajeros
contra la pared, mientras cotejan sus documentos con unas listas en las que tu nombre no
debe faltar.
Escurriéndote, procurando
convertirte en el hombre invisible, caminás hacia los molinetes y tratás de meter en la
ranura uno de esos cospeles que tenés la previsión de llevar siempre en los bolsillos.
El miedo es esa falta de puntería una fichita metálica, apretada por dos dedos
temblorosos, que no acierta a meterse en la ranura. Lo conseguís espiando con disimulo
que nadie te haga señas para llevarte al lugar donde los canas realizan su control,
porque entonces sí que estarás jodido. Bajás las escaleras reprimiendo el impulso de
correr y llegás a un andén vacío. Casi vacío. En un costado lográs descubrir a un
abuelito con dos nietas que se pesan en una balanza. Vos y ellos son las cuatro personas
que han logrado eludir la pinza. El tren no llega nunca. Durante un siglo estás seguro de
que milicos y policías van a aparecer en cualquier momento por la arcada que acabás de
trasponer, gritando tu nombre. Qué vas a hacer entonces? Tirarte a las vías, tratar de
escapar por las vías o de morir bajo un tren o acabar con la fuga, que te disparen por la
espalda. Tu vista está clavada en ese túnel dolorosamente vacío por el que no acaba de
aparecer la maldita máquina. Todo llega, también el subte argentino. Nadie ha bajado
vociferando tu nombre. Entrás al vagón te mezclás con los argentinos normales que
soportan la grisura de sus vidas con prescindencia de que gobiernen los peronistas, los
radicales o los militares. Ponés la misma cara de aburrido que tus compatriotas, pero
tenés los sobacos aureolados de sudor y te gana en medio del alivio una nueva
aprensión: que te detecten por el olor. Porque el terror huele. |


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